La primera vez que leí el cuento tendría unos 9-10 años, me hallaba en algún rincón de la casa; pues cuando no se me encontraba, las posibilidades eran dos: estaba haciendo alguna travesura o estaba en silencio leyendo en rincones, sobre unos cajones, debajo del escritorio o mesas varias. Continuo; el cuento no sólo me atrapó, sino que al terminar de leerlo me quedo una congoja, un estrujamiento en el pecho - que a esa edad, no sabía manejar bien -. Tenía un nudo que, ahora lo pienso , si mi madre me hubiera hablado en ese instante, me hubiera largado a llorar. Viéndolo en el tiempo creo que este cuento de Hans C. Andersen es algo "duro" para un niño de 9-10 años; pero el leer libros y diversas "cosas inadecuadas" fue un sino durante toda mi niñez y adolescencia.
Aquí lo transcribo, espero que les traiga algunos recuerdos.
- La niña de las cerillas
Así la niña continuo la marcha con los pies descalzos, que estaban morados de frío. En su viejo delantal tenía manojos de cerillas, y llevaba un manojo en la mano. Nadie le había comprado un solo manojo en todo el día y nadie le había dado un céntimo.
¡Pobre niña! Temblando de frío y hambre andaba a rastras, viva imagen del infortunio.
Los copos de nieve caían sobre su cabello suave como lino, que le colgaba en bonitos rizos en torno de la garganta, pero ella no pensaba en su belleza ni en el frío. Había luces en todos los escaparates y un sabroso olor a ganso asado, pues era noche vieja. Y en eso pensaba la niña esta noche.
En una esquina formada por dos casas, una de las cuales se proyectaba sobre la otra, se acurrucó para protegerse del frío. Había recogido los piececitos, pero sentía cada vez más frío. No se animaba a regresar a casa, pues no había vendido cerillas y no podía llevar ni un céntimo. Su padre sin duda le daría una zurra, y además en casa también hacia frío, pues sólo los protegía el techo, y aunque habían tapado los boquetes más grandes con paja y trapos, quedaban muchos por donde soplaba el gélido viento.
Ahora tenía las manitas casi congeladas. ¡Ay! Una cerilla le haría bien si lograba sacarla del manojo, frotarla contra la pared y calentarse los dedos. Al fin extrajo una. ¡Cómo ardía y calentaba! Despedía una llama tibia y brillante, como una candela, y la niña le puso la mano encima. Era una lucecita maravillosa. La niña tenía la sensación de estar sentada ante una gran estufa de hierro con patas de bronce bruñido, con pala y pinzas de bronce. Tan invitante era la llama que la niña estiró los pies para calentárselos también. ¡Qué cómoda se sentía! Pero la llama se apagó, la estufa se disipó y sólo le quedó esa cerilla quemada en la mano.
Frotó otra cerilla contra la pared. Ardía con luz brillante, y al alumbrar la pared la volvió transparente como un velo, así que la niña pudo atisbar en la habitación. Un mantel blanco como la nieve cubría la mesa, donde había un hermoso juego de porcelana, y un ganso asado, relleno de manzanas y ciruelas, humeaba despidiendo un olor apetecible. ¡Y, más delicioso y maravilloso aún, el ganso saltó de la fuente, con el cuchillo y el tenedor en la pechuga, y echó a andar hacia la niña!
Pero entonces la cerilla se apagó, y sólo quedó esa pared gruesa y húmeda.
Entonces encendió otra cerilla. Y ahora estaba debajo de un bellísimo árbol de vidrio en la casa del rico comerciante. cientos de velas de cera ardían en las verdes ramas, y alegres estatuillas, como las que había visto en los escaparates, la miraban desde lo alto. La niña tendió las manos hacia ellas, y entonces la cerilla se apagó.
Las luces del árbol de Navidad aún se elevaban en lo alto. ahora la niña las veía como estrellas en el firmamento, y una de ellas cayó, dejando una estela de fuego.
- Ahora alguien se muere -murmuró la niña, pues su abuela, la única persona que la había amado, y que ahora estaba muerta, le había dicho que cuando cae una estrella un alma asciende a Dios.
Raspó otra cerilla contra la pared, y de nuevo hubo luz; y en el resplandor apareció ante ella la vieja y querida abuela, majestuosa y radiante, pero dulce y bonachona, y feliz como nunca se la había visto en la Tierra.
- Oh, abuela -gimió la niña-, lleváme contigo. Sé que te irás cuando la cerilla se apague. Tú también desaparecerás como la tibia estufa, el espléndido festín de año nuevo, el bello árbol de navidad. -Y temiendo que su abuela desapareciera, raspó todo el manojo de cerillas contra la pared.
Y las cerillas ardieron con luz tan brillante que hubo más resplandor que al mediodía. Su abuela nunca había lucido tan bella y majestuosa. Tomó a la niña en brazos, y ambas volaron juntas, con gloria y regocijo, subiendo cada vez más, muy por encima de la Tierra, y para ellas no había hambre ni frío ni penurias, pues estaban con Dios.
Pero en la esquina, al amanecer, estaba la pobre niña, apoyada contra la pared, con las mejillas rojas y una sonrisa en los labios, muerta de congelamiento en la última noche del año viejo. estaba rígida y helada, con un manojo de cerillas quemadas.
- Quiso entibiarse, la pobre criatura -decía la gente. Nadie imaginaba qué dulces visiones había tenido, ni cuán gloriosamente había ascendido con su abuela para entrar en las alegrías de un año nuevo.
Varios cuentos de Hans C. Andersen